Hace 18 años, después de 39 días de marcha, la expedición
científico-técnica compuesta por siete exploradores polares argentinos alcanzó
el Polo Sur. Su jefe, el general de Brigada Víctor Hugo Figueroa, relata cómo
se logró esta proeza. Por Susana Rigoz.
Con 14 trineos y siete motos de nieve, los exploradores,
integrantes del Ejército, partieron el 28 de noviembre de 1999 de la Base
Belgrano II con el objetivo de recorrer los 1500 kilómetros que los separaban
del Polo Sur y recibir allí el nuevo año y el cambio de milenio. Aunque fueron
demorados por las inclemencias climáticas y el campo de grietas, el día 5 de
enero de 2000 izaron la bandera argentina en el vértice del planeta.
Compuesta por experimentados antárticos –el médico Nicolás
Bernardi; los técnicos mecánicos Julio Dobarganes y Daniel Paz; el técnico
topógrafo Ramón Celayes; el técnico polar Luis Cataldo; y Juan Brusasca,
operador de radio–, la expedición estuvo al mando del entonces teniente coronel
Víctor Figueroa, avezado andinista que hizo cumbre, entre otros picos, en los
volcanes Tupungato y Lanín, y veterano antártico, que cuenta en su haber con
cuatro invernadas y más de 15 campañas de verano; así como otra gran hazaña: el
haber alcanzado los dos polos geográficos, junto con el suboficial mayor Luis
Cataldo, únicos argentinos en lograrlo.
Además de jefe de la expedición que en el año 2000 alcanzó
el Polo Sur en motos de nieve, sin ningún tipo de apoyo aéreo, Figueroa fue
también responsable de las más complejas patrullas de rescate de las que
participó la Argentina. Ejemplo de ello es la recuperación en septiembre de
2005 de los cuerpos de Teófilo González y Augusto Thibaud, integrantes de la
dotación de la base Carlini que habían caído a una grieta, y de los miembros de
una patrulla de la base chilena O'Higgins –compuesta por siete personas, tres
de las cuales murieron– que a los pocos días tuvo un accidente similar.
El general Víctor Figueroa es en la actualidad el mayor
referente antártico de la Argentina.
Teniente coronel Victor Figueroa |
-La expedición al Polo Sur se inició con dificultades, ya
que ese verano el rompehielos Almirante Irízar no pudo acercarse a menos de 150
metros de la base Belgrano, lo que lo obligó a descargar el material y el
combustible sobre la barrera de hielos de Filchner. ¿Cómo hicieron para
trasladar los elementos en una geografía tan hostil?
-Para nosotros, representó un esfuerzo descomunal porque
implicó realizar el doble trabajo de mantener activa la base y buscar la
logística. Nos llevó cuatro meses el traslado de todo el material (hay que
tener presente que en la Antártida para hacer 150 kilómetros tardábamos un día,
otro lo utilizábamos para preparar la carga y el tercero para regresar a la
base). Fue muy complicado, pero no teníamos opción ya que de no hacerlo, la
Base Belgrano se quedaba sin reservas. La mayor parte del traslado lo logramos
hacer entre febrero y mayo, cuando comenzó la noche polar y ya no podíamos
realizar patrullas.
-¿Influyó este hecho imprevisto en la preparación de la
expedición?
-Sí, porque en la etapa previa a la marcha teníamos previsto
ir desplegando depósitos de combustible para nuestro abastecimiento, pero al
tener que trasladar la logística debimos suspender esta actividad hasta el mes
de octubre. En ese momento, iniciamos el traslado utilizando las motos con las
que íbamos a hacer la travesía, hecho que generó un gran desgaste y obligó a
usar en su reparación gran parte de los repuestos destinados a la expedición:
bujías, correas tractoras, orugas, etc. Calculo que en toda esta etapa previa
debimos recorrer más de 10.000 kilómetros con las motos y los vehículos.
-¿Cómo convivieron ese año en la Base Belgrano II?
-Fue un año especial, con una dotación más numerosa que la
usual porque estaba compuesta por los seleccionados para la expedición y la
dotación en sí. Yo asumí ambos roles: jefe de expedición y de la base.
-El principal peligro de la Antártida son las grietas, ¿cómo
se reconocen?
-Hay algunas grandes, que se ven a simple vista porque no
llega a formarse el denominado "puente" y no quedan tapadas por la
nieve; otras, se tapan pero quedan los bordes que permiten reconocerlas y pasar
directamente. El problema más difícil y que exige tener más precauciones es la
acumulación de nieve porque tapa o disfraza las grietas. En esos casos, se
encuerda una moto a otra y se va sondeando.
-¿Tuvieron algún accidente?
-En la etapa previa, se nos cayó en una grieta un vehículo
con cinco hombres. Cuando uno nota que algunos puentes de grieta ceden porque
están flojos, se decide pasar por el costado. Bueno, para recordarnos que nunca
hay que confiarse fue precisamente al costado donde se cayó el vehículo. Es
cuando pasan estas cosas que uno comprende que cualquier instancia puede ser un
riesgo. En ese momento, yo iba detrás y tenía los elementos de rescate. De
golpe, desaparecieron.
-¿Qué se siente en ese momento?
–Desesperación. Es casi imposible describir lo que se siente
desde que desaparecen hasta que uno baja a la grieta y ve qué pasó. Uno grita,
va nombrando a las personas para saber si están bien.
-¿Cuántos metros habían caído?
-Fueron segundos en los que calculo que cayeron 20 ó 25
metros abajo. Era una grieta que terminaba en cono al revés, hecho que hizo que
se fuera frenando el vehículo. Por suerte pudimos rescatar a todos los hombres
y del vehículo sacamos las piezas que podían servir pero tuvimos que dejar la
estructura. Después pasamos un campo de grietas de casi 15 kilómetros sin
problemas. Fue el momento más duro de toda la expedición, una experiencia que
después de vivirla hace pensar que no era el momento de quedar allí.
-Además de las grietas, otro gran enemigo son las tormentas
de nieve.
-Sí, tuvimos un gran temporal cuando estábamos a unos 500
kilómetros de Belgrano que nos obligó a permanecer en las carpas siete días
porque se produjo el conocido "banqueo", que provoca la pérdida de
visibilidad y de la noción de espacio. Todas las carpas eran de dos personas,
pero yo quedé solo en la mía porque a último momento mi compañero de carpa no
pudo viajar. Fue terrible, los siete días más largos de mi vida. Mientras el resto
tomaba mate, charlaba o jugaba al truco, yo lo único que pude hacer fue leer el
libro que por suerte había llevado. La parte positiva fue que nos ayudó a
recuperarnos porque veníamos haciendo un gran esfuerzo, durmiendo muy poco y
andando entre 20 y 22 horas de moto diarias en un terreno muy complicado.
Campamento en la llanura polar junto a los trineos y los vehículos oruga |
-¿Cómo se hace para andar 20 horas?
-Difícil, pero no había alternativa. A veces uno se dormía y
la moto se desviaba hasta que el conductor se daba cuenta o se caía. Eso pasa.
Incluso después del temporal que nos detuvo siete días, estuvimos andando 36
horas sin parar para escapar de la tormenta. Solo parábamos unos minutos cada
tanto para tomar algo caliente y comer algún alimento energizante.
-Después de tantos días de marchas, ¿qué se siente al saber
que están llegando a la meta?
-Cuando faltaban 100 kilómetros, empezaron la ansiedad y las
dudas. ¿Estaremos yendo bien? Al tratarse de una geografía totalmente blanca y
uniforme, uno empieza a tratar de vislumbrar algo distinto en el horizonte
porque en semejante inmensidad cualquier puntito sobresale. La cuestión es que
pasaban los kilómetros y no aparecía nada. Yo había leído en otros libros de
expediciones que a los 50 kilómetros se veía algo oscuro que era la estación
polar norteamericana Amundsen-Scott, sin embargo nos íbamos acercando según
indicaba el GPS y todo permanecía igual. Varias veces nos detuvimos, nos
paramos arriba de las motos para mirar y nada…. Recién cuando faltaban apenas
18 kilómetros se empezaron a ver unos puntitos. Ahí respiramos porque sabíamos
que aunque se rompieran las motos ya lo habíamos logrado. Llevábamos ropa de
presentación así que nos cambiamos y seguimos adelante. Al llegar, plantamos
nuestra bandera, nos abrazamos y lloramos. Sin embargo, la emoción más grande
fue cuando vimos esos puntitos después de tantos días de blancura absoluta.
-¿Los esperaban en la base norteamericana?
-Llegamos a eso de las seis de la tarde, según nuestra hora.
Para ellos eran las seis de la mañana y se estaban levantando. En un primer
momento, nos quedamos afuera porque los norteamericanos no apoyan expediciones
de aventura o turismo, al punto de que no las reciben en la base. Después de
entrevistarnos con el encargado y el jefe científico de la base y explicarles
que éramos expedición oficial, gubernamental, que venía desde la Base Belgrano
II, nos recibieron, nos invitaron a desayunar y nos ofrecieron alojamiento,
ofrecimiento que declinamos porque preferimos seguir usando las carpas para no
malacostumbrarnos. No podían creer que hubiéramos hecho la expedición en moto,
y su asombro fue mayor cuando supieron que volvíamos de la misma manera.
"Sabíamos que los argentinos eran locos, pero no tanto", nos decían.
Delante de la bandera nacional la expedición argentina al Polo Sur que llegó el 6 de enero del 2000 de fondo la cúpula geodésida de la base de EEUU |
-¿Cómo vivieron los momentos posteriores a la llegada?
-Nos prestaron las radios y hablamos con el entonces jefe
del Ejército, general Ricardo Brinzoni, con el entonces comandante antártico,
el coronel Miguel Perandones, con el ministro de Defensa, Ricardo López Murphy,
y con el presidente de la Nación, Fernando de la Rúa. Esa fue la llave que nos
abrió todas las puertas de la base para lo que necesitáramos: comimos, nos
bañamos después de 39 días, usamos la enfermería, reparamos las motos y los
trineos en su carpintería, entre otras cosas. Estuvimos cuatro días y antes de
partir nos hicieron una despedida y nos entregaron un diploma.
El regreso
-¿Fue muy diferente el viaje de regreso?
-En tiempo, fueron 39 días contra 12. Veníamos cuesta abajo
por un terreno conocido, en el cual permanecían muchas veces las huellas de las
motos, no tuvimos que estar parados por ningún temporal ni buscando el
combustible. Fue muy rápido, pero incluso apuramos más la marcha porque
habíamos empezado a tener problemas con los calentadores –un día llegamos a
tener que usar velas para calentar la comida– y costaba prenderlos. Además,
estábamos ansiosos por llegar a la base, así que en lugar de 100 kilómetros
diarios decidimos hacer 200.
-¿Cómo fue la llegada a la base Belgrano?
-Fantástica. Diría que fue dos veces maravillosa porque nos
estaban esperando con un cartel inmenso que decía "Bienvenidos" y con
un asado. La dotación de la base también estaba ansiosa porque había vivido con
nosotros toda la preparación y la expedición a través de las comunicaciones.
Comimos el asado, vinieron las charlas, las anécdotas. Todos felices.
-¿Qué lo impulsa a enfrentar este tipo de desafíos?
-Creo que se relaciona con cierto espíritu aventurero que
uno tiene de joven y que, a medida que pasa el tiempo, se va potenciando. La
primera vez que fui a la Antártida tenía alrededor de 30 años y era teniente
primero. Junto a dos suboficiales nos gustaba trabajar con los perros, ir de
expedición, hacer el mantenimiento de refugios y no volver por 10 ó 15 días a
la base. No era lo común, pero nosotros lo preferíamos. A mí en particular, me
encanta disfrutar de esas cosas, ser solo uno y la naturaleza. Es una
inigualable sensación de libertad. Por otra parte, existe el deseo de ver hasta
dónde uno puede llegar. Eso sí, siempre midiendo los riesgos. Nunca hice nada
que no estuviera controlado por mí y por los hombres que estaban conmigo.
-Se dice que el principal enemigo del hombre en la Antártida
es la confianza. ¿No teme arriesgarse en demasía?
-Miedo siempre tenemos y es lo que nos da confianza para
superar las dificultades. Cuando uno lo pierde, es mejor no hacer nada. Yo
siempre lo sentí, incluso al regreso de la expedición pensaba: "Otra vez
tenemos que pasar por el campo de grietas". Creo que es ese temor el que
permite tomar todas las precauciones para evitar cualquier accidente. El día
que pierda el miedo, que es el que ayuda a controlar todas las variantes, no
hago nada más.
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