Científicos y militares argentinos que viven un año en la
base Marambio cuentan sus experiencias y la esencia de la vida diaria. La
estadía está limitada a los caprichos del clima.
Volar en un Hércules C-130 es como viajar en la panza de una
enorme ballena metálica. Desprovisto de todos los revestimientos de los aviones
comerciales que buscan hacer a los pasajeros más placentera su estadía, la nave
exhibe sin pudor tuberías, conductos y palancas. En la cabina de pasajeros no
hay asientos ni está aislada, el ruido de sus motores y hélices es constante.
Sin embargo, cuando después de tres horas y media de travesía por las
ventanillas se divisa el mar de un azul intenso salpicado de témpanos y empieza
a dibujarse la figura de la península antártica, tan blanca y nítida como en
los mapas escolares, los detalles del vuelo se repliegan a un segundo plano.
Llegar a la Antártida no es un plan sencillo. Las
condiciones meteorológicas cambian constantemente y resulta imprescindible
consultar varias veces los pronósticos antes de partir. La estadía en el sexto
continente también está limitada a los caprichos del clima.
Un tiempo repartido entre saludos protocolares, sobrevuelo
en helicóptero y la posibilidad de acercarse apenas a la superficie de la tarea
cotidiana que realizan quienes eligen vivir en ese territorio inhóspito y
remoto, uno de los únicos lugares del mundo donde todavía se puede experimentar
algo parecido al abismo.
Uno. Entre noviembre
y abril, los Hércules llegan entre cuatro y seis veces por semana a Marambio,
la única base argentina con pista de aterrizaje para aviones de gran porte. Los
vuelos son parte de la campaña antártica de verano, la operación que garantiza la
subsistencia en las trece bases que el país sostiene en el sexto continente.
Sólo seis permanecen en funcionamiento todo el año; a los militares y
científicos que invernan en las bases los llaman "los polares".
Los días de verano están casi desprovistos de noche. Durante
esos cinco meses, dos Hércules, el buque polar ruso Vasiliy Golovnin, el Aviso
ARA Suboficial Castillo, el buque de transporte ARA Canal Beagle, un avión Twin
Otter y dos helicópteros MI-17 y un Bell 212 transportarán al personal, las máquinas,
combustible, materiales de construcción y los alimentos que se consumirán a lo
largo del año. Los números son contundentes: hay que distribuir más de un
millón de litros de combustible y al menos 6 mil metros cúbicos de carga.
La isla Marambio está a 1.200 kilómetros de Río Gallegos.
Sobre una meseta, a unos 200 metros del nivel del mar y muy cerca de la costa
se levantó la base militar, una serie de construcciones pintadas de color
naranja y unidas por pasarelas levantadas por sobre el suelo arcilloso y
desprovisto de verde.
En verano, estos puentes sirven para que los visitantes no
se pierdan cuando las nubes bajan y apenas se alcanza a adivinar la punta de
los zapatos. En invierno, una de las tareas que lleva más tiempo es quitar la
nieve que se empecina en tapar las plataformas; mientras que las barandas se
usan para desafiar al viento. A veces no alcanza con agarrarse fuerte, hay que
atarse con una cadena.
Dos. Todo en la Antártida adquiere forma de epopeya. La
construcción de la pista de aterrizaje de Marambio se narra en esa clave: pocos
hombres y pocas herramientas (apenas picos y palas) lograron completar los
primeros 400 metros en menos de diez meses. Actualmente, la senda suma 1.200
metros y permite el arribo de aviones de grandes dimensiones, por eso se la
considera la puerta de ingreso a la Antártida.
Aún así, ni siquiera en verano permanece operativa todo el
día. Su cubierta es de barro y hielo (el nombre correcto es permafrost) que
suele descongelarse cuando la temperatura supera los 0 grados. "Es
complicado aterrizar un Hércules en el barro y no queda otra que esperar a que
la pista se congele para volver a operar. Y cuando tenés que despegar pasa lo
mismo, dejás la pista destruida", cuenta sin tecnicismos un piloto de la
base militar de Río Gallegos, quien recuerda que pocas veces se ha volado en
esas condiciones, "únicamente para atender emergencias", precisa.
Se intentaron algunas alternativas para superar esos
problemas que, sobre todo en los últimos veranos, se repiten con frecuencia.
Una de las últimas, dice el especialista, fue armar una pista de aluminio. Pero
el proyecto no dio resultado porque el terreno es muy resbaladizo y, al paso de
las ruedas de aterrizaje, las piezas de metal se movían.
En invierno, los inconvenientes son otros: la falta de luz y
la posibilidad de que el combustible de las naves se congele son los que
convierten los viajes en una rareza.
Tres. La campaña antártica de verano comienza con el relevo
del personal. Por tradición, la operación se concreta cada 29 de octubre, fecha
de fundación de la base Marambio, pero esta temporada el clima obligó a
adelantarla cinco días. Un cinturón de nubes bajas subpolares, que se desplazan
muy rápido desde el mar forman lo que se llama un "mar de nubes" y en
sólo cinco minutos pueden llevar la visibilidad a cero. En ciertas condiciones,
estos temporales pueden extenderse varios días seguidos.
Este verano llegaron a Marambio unas 150 personas, militares
encargados del aprovisionamiento y mantenimiento de la base, técnicos y los
investigadores que integran una decena de campamentos científicos. A partir de
abril, cuando las temperaturas pueden descender hasta treinta grados bajo cero
y los vientos superar los 120 kilómetros, permanecerán en la base sólo los
integrantes de la dotación 46, unas 40 personas.
La planta central de la base tiene biblioteca, sala de
juegos, gimnasio, lavandería, central de comunicaciones y centro médico. Sin
embargo, el corazón del edificio está en la cocina. Al frente del lugar está
Flavio Roldán, un misionero, papá de tres niños, que acumuló experiencia como
cocinero en la brigada aérea de Tandil.
"La dieta influye en el humor cotidiano de la base, la
gente viene de afuera, de trabajar con mucho frío y en la cocina encuentra
calorcito y cosas ricas para comer. Avisamos por radio que hay tortas fritas y
chocolate caliente y enseguida están todos acá con sus vehículos para llevar a
los distintos servicios”, cuenta el hombre que en la base se siente como “el
papá de todos”, quizás para superar lo que más extraña.
La otra pérdida, la costumbre de escuchar la radio, dice, ya
encontró como superarla. “Cuando llego a la pieza, por internet me bajo los
programas de Alejandro Dolina del día anterior. Lo sigo escuchando así. De
todas formas, paso más tiempo en la cocina que en la habitación: me levanto a
las ocho y no termino hasta las once de la noche. Acá hay que mantenerse
ocupado”, señala.
Un imperativo que se escucha varias veces cuando se habla
con quienes viven en la base.
Cuatro. Para la comunidad científica, la Antártida es un
laboratorio natural. Es el único continente todavía no desfigurado por la
presencia humana y un espacio de privilegio para estudiar fenómenos como el
crecimiento del agujero de ozono o el calentamiento global. Allí se acumula la
mayor parte del hielo continental y se forma gran parte del agua fría que se
redistribuye por el planeta, captando o liberando calor.
Aún con lo áspera que resulta la vida en ese sur extremo,
quienes viven en Marambio afirman que se trata de una de las sociedades más
civilizadas del mundo: no existe el dinero, se habla una suerte de idioma
universal (“a medias entre el inglés y el español”) y la primera ley es cuidar
al otro.
O al menos esa es la primera lección que aprendió Marcos
Albertini cuando llegó a la base. A punto de graduarse de ingeniero electrónico
en la Universidad de Córdoba, tiene a su cargo la estación de altura de ozono
del Servicio Meteorológico. “Investigar en la Antártida es algo único y no sólo
porque trabajamos sobre fenómenos que sólo se dan aquí, sino por lo que
significa realizar esta tarea en un contexto particular. En el continente, uno
come, se baña y se divierte, utilizando recursos que uno da por sabido, como
agua potable, luz o calefacción. Acá todo esto está relacionado con el trabajo
del compañero: los plomeros hacen el agua, los usinistas se encargan de que
haya luz y calefacción. Y todo eso hace al funcionamiento de la base y del
trabajo que hacemos todos”.
Por eso, explica, “lo que más hay que cuidar es a la persona
que uno tiene al lado. Hay que tratar de que todos la pasen bien, de evitar
problemas porque el año es largo y vamos a ver todo el día las mismas caras.
Además siempre es mejor trabajar y no estar separado. El clima es hostil, pero
así se puede llevar tranquilamente”.
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