Todos los veranos, expertos del Instituto Antártico
Argentino se despiden de sus familias para pasar varios meses en la Base
Carlini, donde le toman el pulso a los glaciares, y monitorean las poblaciones
de algas, microorganismos, aves y mamíferos marinos.
La llamada avisándonos que tenemos tres lugares disponibles
para viajar a la Antártida en el último Hércules que sale antes del otoño llega
después de semanas de tratativas. A las cuatro de la madrugada del miércoles 9
de marzo, Emiliano Lasalvia, Fernando Gutiérrez y yo nos encontramos con Lucas
Carol Lugones, vicecomodoro de la Fuerza Aérea, en el hall del Aeroparque de
Buenos Aires. Nos espera con cuatro grandes bolsos que contienen trajes de
Goretek, guantes, gorras con orejeras y botas para soportar nevadas y
temperaturas gélidas.
Así empieza una aventura que nos llevará a navegar en aguas
heladas, a caminar sobre glaciares acerados, a visitar una reserva de la
biosfera casi virgen de pisadas humanas, y a asomarnos a la vida y el trabajo
de científicos que investigan en uno de los laboratorios más australes del
planeta, en la Base Carlini, la capital de la investigación argentina en el
continente blanco.
El vuelo de Aerolíneas nos deja en Río Gallegos, donde, a
200 metros del aeropuerto comercial, nos espera ese gigante de los cielos que
hace honor a su nombre, un turbohélice capaz de transportar 20 toneladas entre
combustible y suministros. Allí escuchamos por primera vez una frase que se
repetiría como un mantra: "A la Antártida uno sabe cuándo llega, pero no
cuándo se va". Y nos enteramos de que la travesía está en suspenso hasta
que los meteorólogos divisen en sus mapas satelitales una "ventana"
que permita el aterrizaje en la pista de pedregullo y arena volcánica de la
base chilena Frei.
Vista de la costa de la Caleta Poter, con el Glaciar Furcade de fondo, hacia la base Carlini |
Estamos por almorzar cuando una llamada telefónica vuelve a
alterar nuestros planes: "Salimos en 20 minutos", anuncia Carol
Lugones.
La silueta del Hércules se recorta contra el cielo azul. Ya
enfundados en la ropa antártica, nos acomodamos en la larga fila de asientos de
cuerdas rojas. Sus cuatro turbinas hacen un ruido atronador.
De pronto, tras dos horas y media de vuelo, divisamos la
isla 25 de Mayo entre las brumas del atardecer. Emiliano y Fernando preparan
sus cámaras. Y ahí está la pista, un camino de sólo 1200 metros, que pone a
prueba la pericia de los avezados pilotos antárticos. El Hércules se zambulle
sin vacilaciones y en minutos está frenando entre el repiqueteo de las piedras
que golpean el fuselaje.
Caminamos unos metros, y dejamos mochilas y bolsos sobre un
remolque al costado de la playa a la espera de poder subir al buque que nos
llevará hasta la base argentina.
Es allí donde sentimos por primera vez el rigor del clima
antártico. Cae la noche y el viento arrastra una llovizna persistente. Los
dedos se nos congelan mientras aguardamos. Finalmente, algunos en un gomón y
otros, en la lancha, nos dirigimos hasta el barco para abordarlo por una
bamboleante escalerilla de soga. Toda una experiencia.
Caleta Potter con témpanos a la deriva y un buque en el horizonte |
Nos reciben con comida caliente y con la noticia de que sólo
saldremos a la mañana siguiente. Cuando despertamos, la imagen que se divisa
desde el puente de mando nos deja sin palabras. A lo lejos se advierten algunos
témpanos y, más allá, las construcciones rojas de la base Carlini. Parece una
solitaria colonia espacial rodeada de nieves y glaciares, y custodiada por las
cumbres rocosas del monte Tres Hermanos y el nunatak (como se denomina a las
piedras que emergen entre los hielos) Yámana, dos vigías que se yerguen sobre
una inmensidad de espuma blanca.
Masa de hielo
Cubierta de gigantescas masas de hielo de hasta 4500 metros
de espesor y barrida por vientos helados, la Antártida es todavía un continente
misterioso. A 1000 kilómetros de Tierra del Fuego y a 3800 de África, es el
territorio más frío, más ventoso y con mayor altura media del planeta. Allí se
almacenan en forma de hielo más de las tres cuartas partes del agua dulce
existente en la Tierra. Algunos piensan que si esa cubierta blanca se
derritiera como consecuencia del cambio climático, el nivel de los mares
ascendería 65 metros.
De hecho, la llovizna que nos recibe no es una buena señal.
De algún modo les indica a los científicos, que pasan varios meses por año en
estas soledades y que son testigos de las perturbaciones que introduce el
cambio climático, que lo que vemos desde la proa del Canal Beagle tal vez sean
postales de un mundo en vías de desaparición.
ARA Canal de Beagle |
El último continente alcanzado por los seres humanos,
protegido por el Tratado Antártico firmado en 1959, y carente de habitantes
autóctonos tiene una población formada casi exclusivamente por investigadores,
técnicos y, en el caso de la Argentina (que mantiene 13 bases), por integrantes
de las tres fuerzas armadas, que les brindan apoyo logístico y colaboran en las
investigaciones.
Uno de ellos es Pablo "Kato" Pretz, mayor del
Ejército y jefe de la Base Carlini, que vino a recogernos a Frei. Junto con
otras 27 personas, entre las que figura la joven ingeniera en sistemas Julia
Luna, graduada en la Universidad Nacional de La Plata, "Kato" será el
encargado de abastecer los refugios, y preparar el equipo y los alojamientos
para la próxima campaña cuando, dentro de algunos días, todos los demás nos
hayamos ido.
Instalaciones en la base argentina Carlini |
"Durante el verano la dotación aumenta por las
actividades científicas -cuenta-. Este año tuvimos alemanes, italianos,
franceses, canadienses y mexicanos."
"Kato" se fija en su reloj, que además de la hora
le indica los niveles de presión atmosférica para prever si se desatará una
tormenta, y nos invita a iniciar nuestra estadía de cuatro días con una visita
al glaciar. Partimos en vehículos especiales que pueden vadear riachos y
ascender terreno escarpado, y en alrededor de 20 minutos estamos en una
superficie oscura, brillante y resbalosa que hace difícil la caminata. Aquí y
allá se divisan grietas, algunas muy profundas, por las que corre agua líquida
y que pueden representar un peligro mortal para los glaciólogos.
A la mañana siguiente recorremos la base, un conjunto de
construcciones de madera distribuidas a lo largo de la costa que da sobre la
caleta. En un extremo está la pequeña oficina de sistemas, que gracias a un
convenio con Arsat permite a los eventuales huéspedes comunicarse con el
continente via mail y Whatsapp.
Barcaza de traslado de provisiones y personal desde el buque Canal de Beagle, hacia la base Carlini, en la Antartida |
Después está la jefatura de la base, desde donde se puede
hablar por teléfono y un equipo de radio mantiene contínuamente la comunicación
con otras bases y con Buenos Aires. Una caseta alberga el corazón eléctrico y
rugiente que provee calefacción y electricidad para todos los equipos y
construcciones. Y más acá están el comedor donde puntualmente se sirven
suculentos desayunos, almuerzos, meriendas y cenas, el laboratorio
argentino-alemán Dallmann, el pañol de los buzos, los "tomatitos"
(tres construcciones semiesféricas de color rojo que se usan como alojamiento
individual), y los dormitorios colectivos.
Liliana "Lili" Quartino es la jefa científica de
la base. Estudia macroalgas, plantas acuáticas no vasculares que pueden
alcanzar los 10 o 12 metros de longitud, producen oxígeno y alimento, y sirven
de refugio a otros organismos. "Mi primera campaña fue en 1989 -cuenta-.
En ese momento éramos sólo dos mujeres."
Desde entonces, volvió incontables veces, mientras sorteaba
las dificultades que le imponía la crianza de sus tres hijos. Para la
científica, el ecosistema Caleta Potter es inigualable: "Tenemos la
posibilidad de alojarnos aquí y mantener un monitoreo continuo desde hace más
de 20 años. Eso nos permitió seguir la evolución de los diferentes organismos."
Glaciar a la deriva en caleta Potter |
La mayoría de los científicos viaja durante los meses de
verano a estudiar la dinámica de los glaciares, controlar las comunidades de
mamíferos marinos y aves, analizar las cadenas tróficas (la transferencia de
alimento a través de las diferentes especies de una comunidad biológica),
identificar microorganismos de interés biotecnológico (por ejemplo, para su uso
en biorremediación de vertidos contaminantes), y realizar estudios geológicos,
oceánicos, atmosféricos y climáticos.
Quartino también coordina la colaboración argentino-alemana
entre el Instituto Antártico Argentino y el Alfred Wegener Institut, cuyas
tareas de investigación se realizan en el Laboratorio Dallmann, donde viven y
trabajan investigadores de ambos países.
Las ventanas del laboratorio miran hacia la caleta, un
retazo de mar gélido protegido de los vientos. En los días claros, cuando no
hay tormenta de nieve, en la margen opuesta se ve la majestuosa pared del
glaciar Fourcade, una masa de hielo de decenas de metros de alto que desciende
sobre la costa y la recorre hasta donde alcanza la vista como una gigantesca
escultura de contornos irregulares y tonos inmaculados.
Cuando los investigadores miran a través de esas ventanas,
la imagen que advierten no los tranquiliza: sobre el borde inferior, en
distintos tramos, los hielos dejan al descubierto un abominable manchón de
rocas negras, un nunatak. Esas piedras volcánicas que quedan desnudas son una
señal de alerta tan significativa que ya las localizaron en sus mapas y les
adjudicaron un nombre."¿Ves aquella que está a la izquierda? -pregunta
Lili-. Ésa hace un par de años no estaba."
Los signos de la transformación están a la vista de todos.
También los buzos, que se zambullen en las aguas de la caleta en busca de
muestras de algas y microorganismos submarinos como parte de las tareas de
apoyo a los equipos científicos, están atentos a los desprendimientos del
glaciar. Una primera excursión para verlo de cerca fracasa por el viento feroz
y las olas de seis metros que hacen temer no sólo por la suerte de los equipos
de filmación, sino también de los tripulantes del gomón, que vuelven casi
congelados.
Lancha transportando a cientificos y militares rumbo al ARA Canal de Beagle |
Al día siguiente, nos invitan a acompañarlos en una salida
para tomar muestras. Sobre varias capas de medias y guantes nos ponemos con dificultad
una vestimenta antifrío que nos cubre de la cabeza a los pies.
A medida que nos acercamos en los botes a las paredes más
agrietadas escuchamos sonidos graves que presagian un posible derrumbe, por lo
que no nos acercamos demasiado a los bordes filosos del gigante de hielo. Uno
de los buzos se zambulle atado a una soga que queda en manos de sus compañeros
en la superficie. Sirve para avisar si ocurre algo imprevisto y es necesario
izarlo rápidamente.
Alerta
El glaciólogo Hernán Sala hace años que le toma el pulso al
Fourcade. Según sus mediciones y las de colegas como Ulrike Falk, alpinista y
también glacióloga alemana que este año trabaja con él en la campaña, en
aproximadamente medio siglo el borde retrocedió más de dos kilómetros. Hay más
grietas, más afloramientos y chorrillos (finos cursos de agua fluida), con más
caudal. Pero las diferencias no sólo se manifiestan en extensión, sino también
en altura. Según datos de GPS tomados a lo largo del último lustro, hay
descensos de entre dos y cuatro metros, dependiendo del lugar.
El Fourcade no forma parte del manto de hielo porque está en
las islas, pero sus transformaciones sugieren la posibilidad de que se
presenten escenarios complejos. Según explica Sala, hay varias diferencias
entre el hielo antártico oriental y el occidental.
"El primero tiene un espesor de alrededor de 1000
metros mayor y se apoya sobre rocas que emergen por sobre el nivel del mar
-destaca-. En cambio, el occidental es más delgado y, por lo tanto, menos frío
(-50°C vs. -35°C), y tiene una parte sustancial apoyada sobre rocas que están
por debajo del nivel del mar. Supongamos que el hielo sigue adelgazándose. En
el sector oriental, seguiría apoyándose sobre la roca y no tendría efecto
dinámico. En cambio, en la parte occidental llegará un momento en el que el
empuje del agua haría que se despegara del fondo y acelerara su fusión. Es por
eso que el manto occidental es un punto tan importante en la criósfera. Si todo
el hielo de la Antártida se adelgazara, el manto oriental permanecería, pero el
occidental no sobreviviría."
Personal de la base Carlini caminan por la costa de caleta Potter a embarcar en el ARA Beagle |
Marcela Nabte es bióloga y ésta es la tercera vez que viene
a la Antártida. Delgada como un junco, amante del deporte, escala el cerro Tres
Hermanos todas las madrugadas y por las tardes. Sube hasta los nidos de los
petreles de las tormentas cuando no están los individuos adultos y allí
controla a los pichones que empezaron a nacer el 10 de febrero.
"El petrel de las tormentas es el ave más pequeña que
tenemos en la Antártida -cuenta-. Suele pesar entre 50 y 60 gramos, y llega
desde el sur de Francia hasta aquí para reproducirse." En otras
temporadas, trabajó con pingüinos y elefantes marinos. Podemos verlos durante
una tarde en la que organizamos una expedición y, junto con el biólogo Pablo
Saibene, el arquitecto Julio Villamonte, encargado de la infraestructura de la
base, Hernán y Lili, ascendemos el monte, nos metemos inadvertidamente en
suelos movedizos y nos aventurarnos hacia la playa entre las colonias de
mamíferos marinos que, invadidos en sus dominios, nos persiguen con insólito
desparpajo.
Aunque ya partieron la mayoría de los científicos que
participaron en la campaña 2015-2016, las cenas en el comedor son animadas. A
veces en el cine más austral del mundo, inaugurado por el Incaa, y otras, en el
comedor, muchos se reúnen en funciones de debate de películas. Antes del
regreso, uno de los miembros de la dotación cumple años y lo celebramos con una
gran torta.
Colonia de Petreles gigantes cerca de la base Carlini |
Son nuestras últimas horas en estos parajes fascinantes. Se
acercan los días oscuros. Todos los experimentos quedarán a cargo de Saibene,
el invernante. "Nos espera un trabajo duro -explica-. Durante el invierno
el agua se congela, excepto en las profundidades de la laguna cercana. Así que
tenemos que extraerla por una cañería en la que una cinta calefactora permite
que fluya. Debemos invertir horas y horas simplemente para poder disponer de
agua."
La tarde anterior a la partida se desata una pavorosa
tormenta de nieve. Ulrike Falk desoyó las advertencias de mal tiempo y salió
muy temprano con dos acompañantes hacia la ladera opuesta del Fourcade. A las
cuatro, se escucha el pedido de rescate por radio. Los buzos se introducen
dentro de los trajes y atraviesan la caleta en medio de grandes olas y vientos
de 100 km por hora. Cuando ya están volviendo, se rompe la hélice del bote y
hay que regresar a tierra. Ulrike y sus acompañantes deberán inclinarse bajo la
nieve hasta el refugio coreano, que está a dos horas de caminata, mientras
"Kato" sale en rescate de los buzos con una hélice de repuesto.
La última noche hay una ceremonia de despedida. Los que
compartimos esta aventura como novatos recibimos un certificado y un aplauso.
Ya nos sentimos parte de esta cofradía que se enamora de las soledades
inabarcables que la rodean.
Pingüinos, protegidos en la reserva de la Isla 25 de Mayo |
A la madrugada nos espera el Canal Beagle, fondeado a lo
lejos en la caleta. Entre abrazos con los que se quedan, fotos de recuerdo y
cierta melancolía, comienza la lenta retirada, nuevamente en lancha hasta la
bamboleante escalerita de soga. Ulrike Falk todavía no regresa y, si pierde
este viaje, deberá esperar 15 días y tendrá que volver al continente a través
del temible Pasaje de Drake y sus olas de 15 metros, que se cuentan entre las
más bravas del mundo.
Cuando ya estamos todos a bordo, vemos una lancha que se
acerca. Es Ulrike. Fueron a buscarla al refugio y la traen directamente al
buque para que pueda regresar a Buenos Aires, primero, y luego a Alemania.
Desde la cubierta del enorme barco de 130 metros de largo,
no podemos quitar la vista de los témpanos dispersos contra el fondo gris, de
esa naturaleza extraña y magnífica, pero vulnerable. La base Carlini se aleja
suavemente y sentimos que nada podrá borrar de nuestra memoria los días que
vivimos con los investigadores que hacen ciencia en el fin del mundo.
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